18 febrero 2014

En Pyjamarama


Pasear en Pyjamarama por New York y Lunaparc en Pyjamarama de la mano de Michaël Leblond y Frédérique Bertrand es una experiencia mágica. Recomendable para niños y mayores que no tienen miedo a soñar despiertos. Estos libros tan especiales tienen un truco que podéis descubrir en este vídeo:






13 febrero 2014

Encuentro con Alfredo Gómez Cerdá

El pasado 30 de enero, nos visitó Alfredo Gómez Cerdá, el reconocido escritor y autor del libro que nos acabábamos de leer para la clase de Lengua: El rostro de la sombra.
 
Todos los alumnos de 4º de la E.S.O bajamos al salón de actos con varias preguntas sobre el libro y sobre el propio escritor: “¿Por qué decidiste escribir un final tan abierto?”,  “¿No es muy complicado vivir solo de la escritura?”

Entre muchas otras cosas, nos explicó que él escribe sus libros sin un mapa. Decía que utiliza la estrategia de la “brújula”, es decir, que las ideas fluyen mientras escribe la historia. En cuanto al final abierto, dio a entender que tampoco lo era tanto, que, si se lee con atención, queda más claro el desenlace de la trama.

Además, nos confesó que él era uno de los pocos afortunados que podían vivir solo de la escritura, porque, por lo general, los escritores tienen otros trabajos además de esta profesión, a la que se dedican más como un hobby.

 Después de una hora de conversación, nos aclaró muchas cuestiones sobre el libro, y profundizó en los aspectos de la vida de un escritor, atrayendo, sobre todo, a aquellos de nosotros que se plantean un futuro relacionado con la literatura.
 

 En definitiva, fue una experiencia muy interesante y enriquecedora para todos nosotros.


Olatz Sáenz de Argandoña, 4º ESO

12 febrero 2014

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04 febrero 2014

Empezar a vivir

                     



    Odio tener que recordar los siete primeros años de mi vida. Detesto que me pregunten por mi infancia. En esos siete años vi más de lo que cualquiera puede ver en noventa o en doscientos, si los viviera. De ellos, más que recuerdos, me quedan cicatrices.

    Todo lo malo empezó justo en el momento en el que llegué al mundo. Cuando yo nací mi madre murió, así que no tuve oportunidad de conocerla, cosa que ahora lamento muchísimo. Mi padre amaba a mi madre con toda su alma, y su muerte hizo que mi padre perdiera la cabeza. Sacó toda su ira al exterior, y, según contaba mi abuela, gritó a los médicos y a las enfermeras como nunca le había oído hacerlo, y los miraba con odio mientras levantaba bruscamente los brazos hacia ellos con gestos amenazantes, para luego marcharse sin dejar rastro, mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla.

    Desde entonces no volví a ver a mi padre. Estaba claro que me odiaba, igual que a aquellos médicos y enfermeras que hicieron todo lo posible para salvar a mi madre. Desde el punto de vista de mi padre yo era el culpable de la muerte de su querida esposa. En realidad, él siempre me vio como una amenaza: él no quería tener hijos, nunca le gustaron los niños. Pero mi madre deseaba tanto tener uno que mi padre acabó accediendo. Seguramente se arrepintió de aquello durante el resto de su vida.

    Durante esos días mi abuela intentó localizar a mi padre, pero fue inútil: él no daba señales de vida. Mi abuela supo entonces que ya no volvería nunca, que ya no quería saber nada de nosotros, y que ella era lo único que me quedaba. Así que ella se hizo responsable de mí.

    Me cuidaba y me daba todo su cariño, como haría mi madre, y yo me sentía feliz con ella.

                  


    Mis dos primeros años fueron como los de un niño cualquiera. Con ella aprendí a andar y a dar mis primeros pasos, pero, a diferencia de los otros niños, yo no fui a la guardería, ni tampoco al colegio. Mi abuela no tenía el dinero suficiente para poder llevarme. Lo poco que ganábamos era vendiendo jabones que ella hacía. Apenas nos llegaba para pagar el alquiler y la comida. Así que en esos días en los que los niños de mi edad estaban estudiando en el colegio, yo estaba ayudando a mi abuela a hacer jabones o a hacer las tareas de casa.

    Yo hacía todo lo que podía, porque ella ya era mayor, y no podía hacerlo todo sola. Así que desde muy pequeño empecé a ser responsable y a saber cuidar de mí mismo.
Al no salir nunca de casa y al no ir al colegio, no tenía amigos. Cuando salía con mi abuela a vender, veía a los niños jugando en el parque. Yo deseaba poder hacerlo también, tener amigos para poder jugar y divertirme con ellos. Pero sabía que eso no podía ser. Así que yo solo me limitaba a mirar y a hacer mi trabajo.

    En casa cuidaba de mi abuela como ella hizo cuando yo lo necesitaba. Ahora lo necesitaba ella, así que intenté hacerlo lo mejor posible. A veces salía solo a vender jabones mientras ella descansaba en casa y, por las noches, le llevaba la cena a la cama. A cambio, ella me contaba cosas sobre mi madre.

    Me contó lo feliz que se puso al saber que al fin iba a tener un hijo, ese hijo que tanto deseaba. También me contó cosas de su infancia, como su primer día de colegio o la primera vez que se le cayó un diente. Me contaba todo tipo de cosas sobre ella, y a mí me encantaba escucharlas. Pero lo que muchas veces me decía mi abuela era que mi madre era la mejor hija que se podía tener, y que estaba segura de que habría sido la mejor madre…

    Yo miraba a mi abuela con los ojos abiertos como platos, y notaba la emoción en sus ojos y cómo se le humedecían al decir esas palabras. Después me sonreía, me daba un beso de buenas noches y me metía en la cama a su lado. Y así era cada día... hasta que un día, sin darnos cuenta y sin saber cómo, mi abuela cayó enferma. Apenas comía, y ya no tenía fuerzas para levantarse de la cama.

    Yo no sabía qué hacer: no sabía cómo podía ayudarla, ni tampoco cómo curarla. No tenía dinero para medicamentos; además, no sabía qué medicina necesitaba para poder curarla.

    Entonces yo solo tenía 7 años, pero no me daba miedo la muerte: ya la había visto de cerca, y sabía que a todos nos llegaría tarde o temprano. Lo que sí temía era el abandono, la soledad. Tenía miedo de quedarme solo en caso de que a mi abuela le pasara algo. Entonces solo pude quedarme inmóvil, llorando y sin saber qué hacer.

    Ya no podía más. Habían sido unos largos años cuidando de mi abuela. No me esperaba que esto pasara. No ahora, no tan pronto. No, no podía ser. Mi abuela no podía morirse. La necesitaba a mi lado, y no podía soportar la idea de que se fuera, pero me dije que tenía que ser fuerte, por ella.


               

    Me sequé las lágrimas lo mejor que pude y fui con ella. Asomándome por la puerta, la vi. Parecía realmente enferma. Le pregunté si necesitaba algo. Ella me dijo que no, que estaba bien. Después me hizo un gesto con la mano para que me acercara a ella. Yo lo hice, y me senté en el borde de la cama, a su lado. Ella me abrazó, y por unos instantes nos quedamos así, en silencio, abrazándonos. Entonces le pregunté con voz triste y asustado:

-        - Abuela…, ¿te vas a morir?

Ella me miró a los ojos y me dijo:

          - Hijo, ya sabes que a todos nos llega nuestra hora… Pero hay que ser fuerte y seguir luchando hasta el final, porque la vida es corta, y hay que aprovechar cada momento, y no dejar escapar las oportunidades que te da la vida.

Escuché a mi abuela con atención, sin poder evitar las lágrimas.

-      - La vida no es fácil, Tomás; poco a poco te irás dando cuenta. Pero hay que saber afrontar los problemas, y después te darás cuenta de los regalos que te da la vida. Ya verás cómo dentro de unos años estarás en tu casa, feliz con tu familia. Aún eres joven, y te quedan años de experiencia y una larga vida por delante. Quiero que la aproveches. Por eso tengo que decirte que te vayas, que te marches y no vuelvas. Me temo que ya no me queda mucho tiempo, y no quiero sufrir el riesgo de contagiarte y de que enfermes tú también. Tú vales más que para estar aquí cuidando de tu pobre abuela, así que ahora que estás preparado, vete. Y no olvides que tu abuela siempre estará contigo…


    Me quedé mirándola sin poder parar de llorar, sin saber qué decir. No podía creer lo que estaba diciendo. No podía ser verdad. ¿Cómo iba a abandonarla? ¿Cómo iba a dejarla sola sabiendo lo enferma que estaba? No, mi deber era quedarme cuidándola. Me prometí cuidarla hasta el final, y así lo haría.

    Casi no me salían las palabras. Entre tantos sollozos, hablar me resultaba casi imposible, pero al final conseguí decirle:

-      - Pero abuela… Yo no quiero dejarte sola, yo no quiero irme, no sé que voy a hacer sin ti… No sé adónde voy a ir…

Mi abuela me miró y me dijo:

-      - Cariño, tú ya eres un chico mayor, y sé que puedes arreglártelas sin mí… Al fin y al cabo, ya lo has estado haciendo durante los últimos años. Tú ya no me necesitas, así que no tienes por qué seguir aquí. Coge todo el dinero; yo ya no lo voy a necesitar. Coge todo lo que creas necesario… y vete.

    Miré a mi abuela todavía sin dejar de llorar. Salí corriendo de la habitación y cogí una mochila. Dentro guardé todo el dinero, los jabones que quedaban por vender, un paquete de galletas y una barra de pan. Después volví con ella: me miraba sonriendo. Entonces supe que estaba haciendo lo correcto.

    Me despedí de ella llorando, pero ella seguía sonriéndome. Entonces, le pregunté:

-      - Abuela, ¿por qué sonríes?

Ella me miró sonriendo aún más, y me dijo:

-       - Al fin soy feliz.

            La miré extrañado, secándome las lágrimas.

-       - Sí, hijo, soy feliz… Estoy orgullosa de ti, y sé que he hecho lo que debía. Ahora puedo irme en paz. Y quizás, con suerte, allí me encuentre de nuevo con tu madre… Seguro que me estará esperando, y a ti te cuidará desde el cielo.

                                   

    Al escuchar las palabras de mi abuela, no pude evitar una pequeña sonrisa. Me sentía más tranquilo sabiendo que era más feliz así. Le di un fuerte abrazo y al final me fui, sin mirar atrás. Ya no lloraba, ya no tenía miedo. Si lo que decía mi abuela era verdad, si mi madre me cuidaba desde el cielo, entonces no tenía nada que temer.

    De repente me sentía fuerte, como si pudiera enfrentarme a cualquier cosa, como si nada pudiera detenerme. Como si ya no tuviera miedo de nada. Y es que en realidad, así era.

-        Conseguí arreglármelas solo, nada podía detenerme. Y ¿queréis saber cómo conseguí llegar hasta aquí?

-      - ¡Sí, sí! ¡Cuéntanoslo!
-      - Pues mirad: después de unos largos días caminando llegué a la estación de tren y…

Justo en ese momento, Sara entra en la habitación.

-       - ¡Pero papá! ¿Ya estás contando tus historietas? Venga, niños, ¡a la cama!
-       - No, mamá; no tenemos sueño… ¡Cuéntanos, abuelo! ¡Cuéntanos!
-       - No, hijos. A la cama, que ya es muy tarde, y el abuelo Tomás también tiene que descansar.

Los niños me miran esperando una respuesta.

-       - Lo siento niños, pero ya sabéis quién manda aquí… -les guiño un ojo, y ellos se ríen.
-       - Bueno… ¡Pues buenas noches, abuelo! –me da un beso cada uno y Sara se los lleva a la cama.


    Me levanto del sofá y voy a mi habitación. Me pongo el pijama y me meto en la cama. Mientras intento dormirme, empiezo a pensar en lo que les he estado contando a mis nietos. En mi infancia. Y, de repente, empiezan a venirme todo tipo de imágenes a la cabeza: me acuerdo de lo mal que lo pasé cuando era niño… Y me acuerdo de mi abuela, y de todo lo que me dijo. Ahora tengo una casa y una familia que me quiere y que me cuida, tal y como dijo ella. 

    Mi abuela tenía razón. Siempre la ha tenido. Soy feliz.

Sachi Inchausti, 4º ESO B

Juul












Título: Juul
Autores: Gregie de Maeyer y Koen Vanmechelen
Editorial: Lóguez
ISBN: 9788485334902




Dura. Durísima historia. Te encoge el corazón. Quisieras agarrar a Juul y sus pedacitos, llevártelo a casa, recomponerlo y mimarlo...mimarlo mucho.

Un álbum ilustrado con fotografías de las esculturas creadas para esta historia por Koen Vanmechelen, sobre la crueldad de los niños, que puede llegar a ser terrible, y la necesidad de sentirnos aceptados y queridos por los demás.

Un cuento perturbador que invita a la reflexión. Te obliga. Perfecto para trabajar el acoso escolar con los alumnos. Muy recomendable.